Capítulo (4): Las Normas de Conducta y la Libertad Espiritual
 
 
 
Dado que la perfección es progresiva, el bien y el mal son cantidades cambiantes y cambian de tiempo en tiempo su significado y valor.
 
 
Si nosotros debemos ser libres en el Espíritu, si solamente debemos estar supeditados o subordinados a la Verdad suprema, entonces debemos descartar la idea de que nuestras leyes mentales o morales están ajustadas o ceñidas al infinito o que puede haber algo sacrosanto, absoluto o eterno, inclusive en nuestras más altas normas de conducta existentes. El mantener elevando continuamente y tanto como se necesite las normas temporales de conducta, es servir a lo divino en la marcha del mundo; erigir rígidamente una norma absoluta es tratar de edificar una barrera en contra de las eternas aguas de la verdad divina que fluyen por siempre. Una vez que la Naturaleza se da cuenta de esta verdad, se despierta de la dualidad del bien y el mal. El bien es todo lo que ayuda al individuo y al mundo hacia su completa divinidad, y el mal es todo lo que retarda o divide esa perfección en desarrollo. Pero, dado que la perfección es progresiva, evolutiva en el Tiempo, el bien y el mal son cantidades fluctuantes o cambiantes y cambian de tiempo en tiempo su significado y valor. Lo que es ahora malo, y en su presente forma debe ser abandonado fue una vez una necesidad y una ayuda para el progreso general e individual. Y esa otra cosa que ahora nos parece diabólica puede bien llegar a ser en otra manera y forma un elemento en alguna perfección futura. Y en el nivel espiritual nosotros inclusive transcendemos esa distinción, porque descubrimos el propósito y la utilidad divina de todas estas cosas que llamamos malas y buenas. Entonces tenemos que rechazar en ellas– en lo que llamamos bueno no menos que en lo que llamamos malo --lo falso y todo lo que está distorsionado, tergiversado y deformado, es ignorante y oscuro. Porque solamente tenemos que aceptar la verdad y lo divino, sin hacer otra distinción en los procesos eternos. A aquellos que solamente pueden conducirse siguiendo unas normas rígidas, a los que solamente pueden sentir los valores humanos y no los divinos, esta verdad puede parecer una concesión peligrosa, que puede destruir la misma base de la moralidad, confundir todas las conductas y solamente establecer el caos. Ciertamente, si la alternativa es entre una ética eterna y fija y ninguna ética, el caos seria el resultado por culpa de la ignorancia del hombre. Pero inclusive al nivel humano si tenemos la luz y la flexibilidad suficiente para reconocer que una norma de conducta puede ser necesaria temporalmente y cumplida fielmente hasta que pueda ser remplazada por una mejor, entonces no sufriremos ninguna pérdida, sino que solamente perderemos el fanatismo de una virtud imperfecta e intolerante. En su lugar, hemos ganado el entendimiento y el poder de una moral que continua ascendiendo, la caridad que nos da un derecho legítimo y una fuerza mayor para ayudar a otros en su camino y la capacidad para ser compasivos y benevolentes con este mundo de ciegas y sufridas criaturas en conflicto. Al final, donde lo humano termina y lo divino comienza, donde lo mental desaparece dentro de la consciencia supramental y lo finito se precipita el mismo dentro de lo infinito, la maldad desaparece dentro de la Bondad divina trascendental la cual llega a ser universal en cada plano de la consciencia que ella toca. Esto, entonces, es el estandarte que se levanta fijo para nosotros, que todas las normas por las cuales podemos gobernar nuestra conducta son solamente nuestros intentos temporales, imperfectos y en evolución para representarnos nuestro progreso mental obstaculizado en la propia realización universal hacia la cual la Naturaleza se dirige. Pero la manifestación divina no puede ser limitada por nuestras reglas insignificantes y nuestra santidad frágil; porque la consciencia que está detrás de todo es muy vasta para todas esas cosas. Una vez entendida esa verdad, suficientemente desconcertado con el absolutismo de nuestra razón, mejor es que seamos capaz de poner las normas sucesivas que gobiernan la marcha de los diferentes niveles del crecimiento individual y colectivo, en su lugar correcto de acuerdo a su relación mutua. Por lo menos, debemos echarle un vistazo a esto. Porque nosotros tenemos que ver donde están esas normas situadas en relación con las otras que no son normas, sino procedimientos espirituales y supramentales de trabajar, por el cual el Yoga busca y encuentra por la rendición y la entrega del individuo a la Voluntad divina y, más efectivamente, a través de su ascenso por esa rendición, la gran consciencia en la cual cierta identidad con lo Eterno dinámico llega a ser posible.

 

Cuatro principios sucesivamente gobiernan la conducta humana.
Los primeros dos son: la necesidad personal y el bien de la colectividad.
Hay cuatro normas principales de conducta humana que hace una escala ascendente.
La primera es la necesidad personal, preferencias y deseos;
la segunda es la ley y el bien de la colectividad;
la tercera es el ideal ético;
la última es la suprema ley divina de la naturaleza.

 

El hombre comienza la larga carrera de su evolución solamente con las dos primeras de estas cuatro, para iluminarlo y guiarlo; porque ellas constituyen la ley de su existencia animal y vital, y como el animal vital y físico, es que él empieza su progreso. El objetivo verdadero del hombre en la tierra es expresar en la forma de humanidad la imagen desarrollada de lo Divino; sabiéndolo o no, éste es el fin por el cual la Naturaleza está trabajando detrás del tupido velo de los procesos internos y externos del hombre. Pero el hombre material o animal es ignorante de la meta interna de la vida; él conoce solamente sus necesidades y sus deseos y necesariamente el no tiene otra guía que pueda ser un requisito, sino la de su propia percepción que apunta a las necesidades de los deseos que lo incitan. Satisfacer sus necesidades y demandas físicas y vitales, antes que nada y, en el próximo nivel, lo mismo si son los deseos mentales o emocionales, o las imaginaciones, o las ideas dinámicas que se le ocurren, debe de ser la primera regla de conducta natural. La ley del balance, que puede modificar o contradecir este urgente reclamo natural, es la demanda que se pone en él por las ideas, necesidades y deseos de la familia, comunidad, tribu, manada o rebaño del cual él es miembro. En si misma, esta ley aparentemente inmensa y reformadora, no es más que la extensión del principio vital y animal que gobierna al hombre elemental individual; es la ley de la manada o el rebaño. El individuo identifica parcialmente su vida con la vida de cierto número de otros individuos con los cuales el se asocia por nacimiento, elección o circunstancia. Y dado que la existencia del grupo es necesaria para su propia existencia y satisfacción, tarde o temprano, sino temprano, su preservación, el cumplimiento o realización de sus necesidades y la satisfacción de sus preocupaciones colectivas, deseos y hábitos de vida sin los cuales no podría valerse, vienen a tomar un primer lugar. La satisfacción de las ideas personales y emociones, la necesidad y el deseo, la propensión y el hábito tienen que estar constantemente subordinados por la necesidad de la situación y no por ninguna moral o motivo altruista, a la satisfacción de las ideas y los sentimientos, necesidades y deseos, propensiones y hábitos, no para este o a aquel individuo o número de individuos, sino para la sociedad como el todo. Esta necesidad social es la matriz de la moralidad y los impulsos éticos del hombre. El hombre tiene en él dos diferentes impulsos dominantes, el individual y el comunal, una vida personal y una vida social, un motivo personal de conducta y un motivo social de conducta. La posibilidad de sus oposiciones y el intento de encontrar su ecuación descansa en las raíces de la civilización humana y persisten en otras formas, cuando él ha pasado más allá del animal vital hacia un altamente individualizado progreso mental y espiritual. La existencia de una ley social externa al individuo es en diferentes momentos una ventaja y desventaja considerable al desarrollo de lo divino en el hombre. Es primero una ventaja cuando el hombre es imperfecto y tosco e incapaz de controlarse y encontrarse a sí mismo, porque él erige otro poder diferente al de su egoísmo personal, a través del cual puede ser inducido a moderar sus demandas salvajes, a disciplinar sus movimientos irracionales y algunas veces violentos, e inclusive sustituyendo su egoísmo por un egoísmo menos personal. Es una desventaja para el espíritu adulto listo a trascender la fórmula humana porque es una norma externa que busca imponérsele desde afuera, y la condición para su perfección es, que él crecerá desde adentro y en una libertad que irá aumentando cada vez más, no por la supresión sino por la trascendencia de su perfecta individualidad, no más por la ley impuesta a él que entrena y disciplina sus miembros sino por el alma dentro de él que brota a través de todas las formas previas para poseerlo con su luz y trasmutar sus miembros.

 

De la oposición de los dos instintos que gobiernan la acción humana nace un conflicto: el individuo y el gregario.

 

En el conflicto producido por el reclamo de la sociedad y el del individuo dos soluciones e ideales se confrontan. Hay una demanda del grupo en que el individuo deberá subordinarse más o menos, sino completamente, perdiendo la existencia individual en la comunidad, el pequeño debe de ser inmolado u ofrecido a una unidad mayor. Él deberá aceptar la necesidad de la sociedad como la de él, el deseo de la sociedad como el suyo; deberá vivir no para él sino para la tribu, el clan, la comunidad o la nación del cual él, es un miembro. La ideal y absoluta solución desde el punto de vista del individuo, sería una sociedad que existiera no para ella misma y para su propósito colectivo, sino para el bien del individuo y su realización, por una vida más grande y perfecta de todos su miembros. Representando lo mejor de ella (la sociedad) y ayudándolo (el individuo) a realizarse, respetaría la libertad de cada uno de sus miembros y se mantendría no por la fuerza y la ley sino por la libertad y el consentimiento espontáneo de las personas que la constituyen. En el balance presente de la humanidad no hay ningún peligro de un individualismo exagerado que rompa la integridad social. Hay un peligro continuo de una presión exagerada de la masa social por su peso mecánico oscuro que puede suprimir el desarrollo libre del espíritu del individuo. Porque el hombre, como individuo, puede ser más fácilmente iluminado, consciente y abierto a las influencias claras, que el hombre en la masa que todavía esta oscuro, medio consciente y guiado por las fuerzas universales que escapan a su maestría y conocimiento.

 

Para solucionar este conflicto, un nuevo principio aparece,
mucho mayor que los dos instintos conflictivos,
esperando que ambos se cancelen y se reconcilien.
Este tercer principio es el ideal ético.

 

Sobre la ley individual natural la cual establece como nuestra norma de conducta la satisfacción de nuestras necesidades individuales, preferencias y deseos, y sobre la ley comunal natural la cual establece como norma superior la satisfacción de las necesidades, preferencias y deseos de la comunidad como un todo, tiene que llegar la idea de una ley moral ideal, que es la satisfacción de las necesidades y los deseos, pero que los controla e inclusive los coacciona o anula por el interés de un orden ideal que no es animal, ni vital, ni físico, sino mental, una creación de la mente que busca la luz y el conocimiento y la regla correcta, la moción correcta y el orden verdadero. En el momento que esta idea llega a ser poderosa en el hombre, él comienza a escapar de la vida tosca vital y material hacia la vida mental. . . Es por lo tanto esencial una norma individual; ella no es la creación de la mente colectiva. El pensador es el individuo; es él, el que clama, crea y forma lo que de otra manera quedaría en el subconsciente amorfo de la total humanidad. El moralista es también el individuo; disciplinándose a sí mismo, y bajo ningún concepto obedeciendo el chiste de las leyes materiales, su obediencia es a su luz interna, es esencialmente un esfuerzo individual; pero teniendo sus normal personales como la traducción de un ideal moral absoluto, el pensador las impone, no solamente al él mismo, sino a todos los individuos los cuales su pensamiento puede alcanzar y penetrar. Y como la masa de individuos comienza más y más a aceptar la idea con muy poca practica o sin ninguna, la sociedad también esta incitada a obedecer la nueva orientación. Ella absorbe la idea que lo influencia y trata, sin mucho éxito, moldear sus instituciones dentro de una nueva forma influenciada por esos grandes ideales. Pero siempre su instinto es traducir esos ideales en una ley flexible, en patrones, en una costumbre mecánica y en una compulsión social externa para sus unidades vivientes. Porque, mucho después que el individuo ha llegado a ser parcialmente libre, un organismo moral capaz de crecimiento consciente, atento a una vida interna y deseoso de un progreso espiritual, la sociedad continúa siendo mecánica, más preocupada por las circunstancias, el estado y la preservación de ella misma que en su crecimiento y perfección. El triunfo más grande del individuo pensante y progresivo sobre la sociedad estática e instintiva ha sido el poder que él ha adquirido por su pensamiento volitivo que lo ha forzado también a pensar, para abrirse a la idea de una justicia social y comunal de mutua compasión, a aceptar la ley de la razón más que la costumbre ciega como la prueba de sus instituciones y a observar en el ascenso moral y mental de sus individuos por lo menos un elemento esencial en la validez de sus leyes. Por lo menos idealmente, considerar la luz mejor que la fuerza como su sanción, y el desarrollo moral y no la venganza y la reprensión como el propósito, inclusive si su castigo comienza a hacerse lo más justo posible a la mente comunal. El más grande triunfo futuro del pensador vendrá cuando él, pueda persuadir la integridad individual y el todo colectivo para descansar su relación de vida y su unión y estabilidad sobre el libre y armonioso consentimiento y adaptación propia, y formar y gobernar la verdad externa por la verdad interna, mejor que restringir y limitar el espíritu interno por la tiranía de la estructura y forma externa.

 

Pero los conflictos no se disminuyen; ellos parecen que se multiplican. Las leyes morales son arbitrarias y rígidas, cuando se aplican a la vida, ellas están obligadas ha hacer un pacto con la vida
y terminar en compromisos los cuales les quitan a ellas todo el poder.

 

Pero inclusive este triunfo que él ha ganado es más bien una cosa en potencia que un logro. Hay siempre una desarmonía y una discordia entre la ley moral en el individuo y la ley de sus necesidades y deseos; entre la ley moral propuesta a la sociedad y las necesidades físicas y vitales, deseos, costumbres, prejuicios, intereses y pasiones de la casta, el clan, la comunidad religiosa, la sociedad, la nación. El moralista erige en vano sus normas éticas absolutas y les dice a todos que tengan fe en ellas o se atengan a las consecuencias. La primera razón es que nuestros ideales morales son en la mayor parte enfermizos, ignorantes y arbitrarios, la mayoría son construcciones mentales y no transcripciones de las eternas verdades del espíritu. Autoritarios y dogmáticos, ellos afirman, en teoría, ciertas normas absolutas, pero en la práctica cada sistema existente de ética prueba, en la aplicación una invalidez o en la verdad un constante acercamiento de una norma absoluta por la cual el ideal pretende existir. Si nuestro sistema ético es un compromiso o un artificio, da por lo menos un principio o justificación a los siguientes principios inútiles, los cuales la sociedad y el individuo los adoptan precipitadamente. Y si él insiste en un amor absoluto, una justicia absoluta, con una insistencia no comprometida, el vuela por encima de las posibilidades humanas y es profesado con un homenaje verbal pero ignorado en la práctica. Inclusive, se ha encontrado, que él ignora otros elementos en la humanidad los cuales igualmente insisten en sobrevivir pero rehúsan acatarse a la fórmula moral. Porque justamente como la ley individual del deseo contiene en si, elementos del todo infinito que tienen que ser protegidos, en contra de la tiranía de la idea social absorbente, los impulsos innatos también, en ambos, el hombre individual y el colectivo, contienen elementos inestimables e inapreciables los cuales escapan los límites de cualquier fórmula ética que todavía no se ha descubierto y que son también necesarios para la perfección divina completa y armoniosa. Por otra parte, el amor absoluto, la justicia absoluta y la razón correcta absoluta en su presente aplicación por una humanidad salvaje e imperfecta, viene fácilmente a ser un conflicto de principios. La justicia frecuentemente demanda lo que el amor aborrece. La razón correcta, desapasionadamente considerando las verdades de la naturaleza y las relaciones humanas, y en busca de unas normas o reglas satisfactorias, no es capaz de admitir sin ninguna modificación, ningún reino de justicia absoluta o amor absoluto. Y en verdad, la justicia absoluta del hombre fácilmente, llega a ser, en la práctica, una justicia soberana; porque su mente, por un lado rígida en sus construcciones, pone adelante una figura o esquema parcial y riguroso y clama por su totalidad y absolutismo y una aplicación que ignora la verdad sutil de las cosas y la plasticidad de la vida. Todas nuestras normas se ponen en práctica comprometiéndose o errando por su parcialidad y su rígida estructura. La humanidad cambia de una orientación a otra; la raza se mueve de un lado a otro guiándose por demandas conflictivas, y en conjunto, trabajando instintivamente lo que la Naturaleza intenta hacer, pero con muchas pérdidas y sufrimientos, y no con su deseos o lo que cree que es correcto, o siguiendo las demandas que la suprema luz divina le hace al espíritu encarnado.

 

Detrás de la ley ética, que es una imagen falsa,
la gran verdad de una consciencia vasta sin ataduras se descubre a sí misma: la ley suprema de nuestra naturaleza suprema.
Ella decide perfectamente nuestra relaciones con cada ser y con la totalidad del universo,
y también revela el ritmo exacto de la expresión directa de lo Divino en nosotros.
Este es el cuarto y supremo principio de acción,
el cual es al mismo tiempo una ley imperativa y una libertad absoluta.

 

La verdad es, que cuando nosotros hemos alcanzado el culto de las cualidades éticas absolutas y erigido el imperativo categórico de una ley ideal, no hemos llegado al final de nuestra busca, o tocado la verdad que la envía. . . Y detrás de lo inadecuado de estos conceptos éticos, también algunas veces está encubierto ese ataque a la Verdad suprema; hay aquí el vislumbre de una luz y un poder que son partes de una divina Naturaleza todavía no alcanzada. Pero la idea mental de estas cosas no es esa luz y esa base moral de ellas, no es ese poder. Esos son solamente construcciones representativas de la mente que no incluye al espíritu divino, y que vanamente se esfuerza para encarcelarlo en sus fórmulas categóricas. Más allá del ser mental y moral en nosotros está un ser divino supremo que es espiritual y supramental; porque es solamente a través del gran plano espiritual donde las fórmulas de la mente se disuelven en la llama blanca de la experiencia interna, que nosotros podemos alcanzar más allá de la mente, pasando desde sus construcciones a la realidad supramental vasta y libre. Allí solamente es donde podemos tocar la armonía de los poderes divinos que son pobres y erróneamente representados a nuestra mente en una falsa forma por los elementos conflictivos de una ley moral. Allí solamente la unificación del hombre vital y mental iluminado y físicamente transformado llega a ser posible en el espíritu supramental, el que es al mismo tiempo la causa secreta y la meta de nuestra mente, vida y cuerpo. Allí solamente está la posibilidad, si hay alguna, de una absoluta justicia, un absoluto amor y un absoluto derecho, aparte de los que hemos imaginado, todos juntos y al instante, en la luz del conocimiento supremo divino. Allí es donde solamente puede haber una reconciliación de los conflictos entre nuestros miembros. En otras palabras, hay sobre la ley externa de la sociedad y la ley moral del hombre, más allá de ellos, aunque débil e ignorantemente añorada por algo dentro de ellos, la gran verdad de una vasta consciencia ilimitada, una ley divina hacia la cual, ambas de estas fórmulas ciegas y groseras están progresivamente vacilando en sus pasos que tratan de escapar de la ley natural del animal hacia una luz enaltecedora o lo que es lo mismo, una ley universal. Esa norma divina, dado que Dios es en nosotros, es nuestro espíritu moviéndose hacia su oculta perfección, que debe ser, la ley espiritual suprema y la verdad de nuestra naturaleza. Es más, como nosotros somos seres encarnados en el mundo con una existencia y naturaleza común y a la vez unos seres individuales capaces de una comunicación con lo Trascendental, esta verdad suprema de nosotros mismos debe tener una doble característica. Debe ser una ley y verdad que descubre el movimiento perfecto, la perfecta armonía, el perfecto ritmo de una grandiosa colectividad espiritualizada, y a la vez que determina perfectamente nuestras relaciones con todos y cada uno, sin excepción, de los variados seres que forman el todo de la Naturaleza. Debe ser al mismo tiempo la ley y la verdad que nos descubran en cada momento el ritmo y los pasos exactos de la expresión directa de lo Divino en el alma, la mente, la vida y el cuerpo de la criatura individual. Y entonces encontramos, que en la experiencia, esa es la suprema luz y fuerza de acción, que en su expresión más alta, es en ella misma una ley imperativa y una libertad absoluta. Es una ley imperativa porque gobierna a través de la Verdad inmutable nuestros movimientos internos y externos. Y aun, en cada momento y en cada movimiento la libertad absoluta de lo Supremo maneja la perfecta plasticidad de nuestra naturaleza liberada y consciente.

 

 

La Evolución Futura del Hombre - Sri Aurobindo.
Final del Capítulo #4 - Las Normas de Conducta y la Libertad Espiritual.
Ensayo preparado por P. B. Saint-Hilaire - Agosto 1962.
Traducido al Español por Hortensia De la Torre - Junio 1997